(Foto de Konny Gatillón)
Tirada en una banca, como si te hubieran arrojado ahí, tranquila y obediente, ni respiras. Medio apelotonada, envuelta en un abrigo, que no entiendo, querida, por qué usas. Primero, porque hay un sol de esos que pegan en la cara y segundo, no le viene a tu personalidad. ¿Qué haces con él? ¿Te escondes? ¿Huyes de mí?
Te veo introducir la mano en los bolsillos de la chaqueta con un dejo de impaciencia mientras miras al cielo. Sonríes, das con lo que buscas. De pronto, sacas una cajetilla de Lucky Strike junto a un encendededor. ¿Fumas? ¿Desde hace cuanto? Tú no sabes fumar, además siempre odiaste que lo hiciera.
Ahora debería soltar alguna frase como: “nunca terminas de conocer a las personas” o “la gente cambia”. Lo cierto es que estás igual. Linda, como si los años no pasaran por ti. Eres como el vino, supongo. ¿Yo?... yo igual lo soy, pero en mi caso es porque me volví vinagre.
Hoy, como todos los días, salí a buscarte. Mientras me vestía, en la radio se anunciaba un sol resplandeciente. Si llegaba a encontrarte y aceptabas volver, no dependería del beneplácito del tiempo el que mis días sean bellos.
Seguí a mis pies, que trazaban una ruta por inercia, y un camino plagado de lugares a los que fui contigo se me abrió en orden cronológico. Primero, el café en el que trabajabas cuando te conocí.
“¡Garzón!”, te llamé. “La cuenta por favor.” “Garçon en francés es muchacho”, soltaste entre risas. Mientras en mi cara pasaban todas las tonalidades del arcoíris, supe que eras distinta, nada convencional. Seguí, descarté. Esta vez en el café no te encontrabas.
Más allá, el parque que recorrimos en la primera cita, y cerca, la estación de metro en la que te besé. Sentí una punzada de vergüenza en el estomago, al recordar la sonrisa que burlonamente le enrostré al mundo en aquellos días de gloria, días en los que fuimos tu, yo y nadie más.
El camino termina acá, y la punzada de vergüenza ahora es de dolor. Fue aquí, en esta plaza, en la cual me abandonaste.
Me dejo caer, derrotado en una banca. Derrotado hasta que te vi, frente a mí. El asesino siempre vuelve al lugar del crimen, pensé.
Ahora le das la última calada al cigarrillo y lo botas. Cómo se nota que aun no aprendes, le falta por consumirse antes de llegar al filtro. O quizás me reconociste y ahora huyes de mí. Pero no, esta vez no te me escapas.
Javiera caminaba tranquila, de pronto, un hombre se le acerca y bruscamente la intenta abrazar.
“¿Qué haces?”, le preguntó mientras forcejeaba.
Cuando logró soltarse, corrió despavorida, dejando atrás al hombre quien la llamaba Camila y le rogaba que volviera.
Tirada en una banca, como si te hubieran arrojado ahí, tranquila y obediente, ni respiras. Medio apelotonada, envuelta en un abrigo, que no entiendo, querida, por qué usas. Primero, porque hay un sol de esos que pegan en la cara y segundo, no le viene a tu personalidad. ¿Qué haces con él? ¿Te escondes? ¿Huyes de mí?
Te veo introducir la mano en los bolsillos de la chaqueta con un dejo de impaciencia mientras miras al cielo. Sonríes, das con lo que buscas. De pronto, sacas una cajetilla de Lucky Strike junto a un encendededor. ¿Fumas? ¿Desde hace cuanto? Tú no sabes fumar, además siempre odiaste que lo hiciera.
Ahora debería soltar alguna frase como: “nunca terminas de conocer a las personas” o “la gente cambia”. Lo cierto es que estás igual. Linda, como si los años no pasaran por ti. Eres como el vino, supongo. ¿Yo?... yo igual lo soy, pero en mi caso es porque me volví vinagre.
Hoy, como todos los días, salí a buscarte. Mientras me vestía, en la radio se anunciaba un sol resplandeciente. Si llegaba a encontrarte y aceptabas volver, no dependería del beneplácito del tiempo el que mis días sean bellos.
Seguí a mis pies, que trazaban una ruta por inercia, y un camino plagado de lugares a los que fui contigo se me abrió en orden cronológico. Primero, el café en el que trabajabas cuando te conocí.
“¡Garzón!”, te llamé. “La cuenta por favor.” “Garçon en francés es muchacho”, soltaste entre risas. Mientras en mi cara pasaban todas las tonalidades del arcoíris, supe que eras distinta, nada convencional. Seguí, descarté. Esta vez en el café no te encontrabas.
Más allá, el parque que recorrimos en la primera cita, y cerca, la estación de metro en la que te besé. Sentí una punzada de vergüenza en el estomago, al recordar la sonrisa que burlonamente le enrostré al mundo en aquellos días de gloria, días en los que fuimos tu, yo y nadie más.
El camino termina acá, y la punzada de vergüenza ahora es de dolor. Fue aquí, en esta plaza, en la cual me abandonaste.
Me dejo caer, derrotado en una banca. Derrotado hasta que te vi, frente a mí. El asesino siempre vuelve al lugar del crimen, pensé.
Ahora le das la última calada al cigarrillo y lo botas. Cómo se nota que aun no aprendes, le falta por consumirse antes de llegar al filtro. O quizás me reconociste y ahora huyes de mí. Pero no, esta vez no te me escapas.
Javiera caminaba tranquila, de pronto, un hombre se le acerca y bruscamente la intenta abrazar.
“¿Qué haces?”, le preguntó mientras forcejeaba.
Cuando logró soltarse, corrió despavorida, dejando atrás al hombre quien la llamaba Camila y le rogaba que volviera.