jueves, 10 de junio de 2010

"Voy y vuelvo"

El Pablo con el Tata se perdían días enteros, me contaba la mamá. Partían temprano en la mañana rumbo al persa Bio – Bio y volvían al atardecer, ambos con sonrisas cómplices en sus rostros y bolsas repletas de revistas de animales, marineros e historietas del héroe favorito de “el niño” - como lo llamaba el abuelo siempre que lo defendía- el hombre araña.

Éste nudo es simplemente una gaza corrediza con un collar múltiple. Se comienza haciendo una "s" con la cuerda y se pasa un extremo a través de una presilla, dejando bastante cuerda para la gaza.

¡Tata! ¿Es cierto que los cocodrilos no mueven la mandíbula de abajo?, ¡Tata! ¿Esa es la huella de un tiranosaurio?, ¡Tata! ¿Qué es más rápido: una chita o una pantera?, ¡Tata! ¿Cuándo tenga un submarino me acompañarás en mis expediciones por los océanos? El Tata se reía siempre que el Pablo lo exprimía en preguntas, y mientras asentía, lo agarraba con sus dos grandes manos, dignas del metro noventa que lo hacía llamar la atención a donde quiera que fuese, y lo sentaba en una de sus piernas. Pablo se acurrucaba y se dormía, sin antes sacarle uno de los dulces que guardaba en el bolsillo de su camisa. La mamá me contaba que hablaban un lenguaje propio, lleno de morisquetas y palabras extrañas, cosa que nadie más - aparte de ellos mismos- pudiera entender. No importaba, si se tenían el uno al otro.

Luego, se dan varias vueltas alrededor de la misma y se pasa la punta por en medio de la otra gaza.

El Tata sabía que la diabetes no era como un simple resfrío pero siempre fue partidario del “vivir bien” aunque fuera poco. Cuando le pedían que se cuidara, respondía: “Más calidad que cantidad”. Yo creo que se arrepintió cuando se vio grave y entendió que nunca más estaría presente en la vida de Pablo, que no lo vería crecer ni participaría en una de sus expediciones. A pesar de la pena, sabía que los dos compañeros se debían una despedida y le pidió a la mamá que le llevara al niño a la pieza del hospital, que se encontraba en ese momento llena de maquinas y doctores. “¿Qué pasó, Tata?”, le intentaba decir con gestos el Pablo, desde la puerta de la habitación. El Tata, imposibilitado de hablar debido a la serie de cables y tubos a su alrededor, sacó su mano y con el índice apuntó hacia arriba.

Finalmente, se jala la primera gaza para apretar el collar.

La mamá me dijo que no hizo más que ver el pequeño cuerpo colgando, desde la ventana que da al árbol de manzanas, y salió corriendo hacia el patio. El Pablo estaba morado, pero aún respiraba cuando le subió los pies y soltó la cuerda de la rama, cayendo ambos hacia el suelo. Se abrazaron bien fuerte, llorando por lo que pudo haber sucedido. “Pablito, ¿Me ibas a dejar sola?”, le dijo entre lágrimas. “No, mamita”, la tranquilizó el Pablo, “si yo iba a ver a mi Tata y volvía, es que lo echo mucho de menos”.

domingo, 20 de septiembre de 2009

"Autorretrato"

(Foto de Alexis Campos)

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
Mario Benedetti, “La noche de los feos”.


Una de las cláusulas del contrato que mi madre les hizo firmar a mis parientes, antes de traerme a este mundo, rezaba: “Deberán aceptarla tal cual sea”. Lo cierto es que, si no fuese por el respeto a la ley, desearían que fuera diferente, un poco más normal, más alegre.


Yo también lo quise así, y puedo decir que al menos lo intenté: repitiendo chistes de los cuales la gente en la televisión reía y que jamás llegué a entender.


Tengo el sentido del olfato, el de la vista, pero nunca desarrollé el del humor, característico del ADN familiar. Que era adoptada, me dijo una vez Pablo, mi primo, y todo cobró sentido. Ahora comprendo que si la respuesta a mi problema fuese genética, tampoco debería ser humana.


Mientras jugaban yo leía, mientras reían yo lloraba. A veces siento que mis ansias de cambiar el mundo responden a la venganza por no invitarme a ser parte de éste. Otras, creo que la invitación llegó, sin embargo caducó por el tiempo en espera, mientras mi prioridad era volar más cerca del sol, que hizo derretir mis alas de cera.


En una clase de lenguaje le oí decir a mi profesora que el sentirse solo e incomprendido, enclaustrado en su propio laberinto, era un problema del hombre contemporáneo. Yo me largué a reír, pues jamás me habían llamado por ese nombre.

jueves, 20 de agosto de 2009

"Pájaros"

“Lleva una hora en la terraza”, pensó el dueño del circo, mientras esperaba que la criatura realizara su último deseo antes de partir: ver el atardecer. Sin embargo el tiempo no le preocupaba, ya se vería recompensado por los cerros de dinero que estarían dispuestos a pagar espectadores ansiosos, ya cansados del “come-chocolate” y otros fenómenos. Lo que sí lo perturbaba era la atención que la criatura prestaba a una escena tan siniestra.
–Gente como tú tiene pájaros en la cabeza –le dijo mientras lo encerraba en la jaula al interior de una carpa.
Una vez que el dueño del circo colgó las llaves en un pilar y se fue, el hombre a quien habían encerrado observó a su alrededor. En la carpa había siete jaulas. La más grande era la que ocupaba él, junto con tres fenómenos que lo miraban con curiosidad. Las otras seis, más allá, guardaban leones y tigres.
–¿Y a usted por qué lo trajeron acá? –le preguntó el hombre más próximo.
–¿Que no escuchó? Por tener pájaros en la cabeza –respondió. Y al ver la cara de incomprensión de su interlocutor, agregó–: Soy poeta.
–Pues sea bienvenido –le dijo el hombre–. Yo soy Guillermo, vivo acá desde hace tanto tiempo que no recuerdo por qué razón llegué, sólo sé que a la gente le encanta arrojarme chocolates y mirar horrorizada cómo los consumo.
–Yo soy Miguel y toco la flauta –se presentó el de más allá.
El cuarto hombre, con la cara pintada, no habló. Sólo le hizo un gesto con la mano. El poeta no podía creerlo, pensaba que los mimos ya se habían extinguido. La escena se vio interrumpida por una multitud enardecida que, corriendo, rodeó rápidamente las jaulas. Observaban a los fenómenos con curiosidad, examinando cada detalle de sus comportamientos. Sin embargo, sus expresiones eran idénticas, pensó el poeta, sus caras eran todas fotocopias de miradas vacías.
–¡Traspásame, cala tus ojos en mi carne y cuando termines de reír, recuerda que yo explotaré tu cerebro en diez colores! –gritó el poeta a la concurrencia, provocando un silencio total–. ¿Acaso no se dan cuenta de que su cautiverio es igual que el mío?
La multitud explotó en risas y aplaudió satisfecha. Luego todos corrieron hacia sus casas, pues pronto comenzaría el programa de las ocho. Todos, a excepción de una niña que no había reído en ningún minuto. Pues ella, al igual que los demás fenómenos, podía detenerse y disfrutar de cosas simples como oler la pintura o un libro viejo. El poeta la vio guiar su mirada a todas partes y detenerse en el pilar donde colgaban las llaves de su jaula.
–¡A volar! –se oyó gritar mientras abrazaba a la niña con todas sus fuerzas.
Cuando se encontraban ya todos fuera de la carpa, el poeta recordó algo importante. Le ordenó a los liberados que corrieran; él los seguiría en unos minutos. Luego de soltar a los tigres y leones de las seis jaulas restantes, dio media vuelta y se encontró con la mirada atónita del dueño del circo.
–Quizás tenga pájaros en la cabeza, pero los pájaros han nacido para volar, no para estar en la cabeza de nadie –le dijo el poeta y echó a correr hasta que se sumó al grupo de hombres que se apresuraban calle abajo.

miércoles, 29 de julio de 2009

"Hoy, como todos los días"

(Foto de Konny Gatillón)

Tirada en una banca, como si te hubieran arrojado ahí, tranquila y obediente, ni respiras. Medio apelotonada, envuelta en un abrigo, que no entiendo, querida, por qué usas. Primero, porque hay un sol de esos que pegan en la cara y segundo, no le viene a tu personalidad. ¿Qué haces con él? ¿Te escondes? ¿Huyes de mí?
Te veo introducir la mano en los bolsillos de la chaqueta con un dejo de impaciencia mientras miras al cielo. Sonríes, das con lo que buscas. De pronto, sacas una cajetilla de Lucky Strike junto a un encendededor. ¿Fumas? ¿Desde hace cuanto? Tú no sabes fumar, además siempre odiaste que lo hiciera.

Ahora debería soltar alguna frase como: “nunca terminas de conocer a las personas” o “la gente cambia”. Lo cierto es que estás igual. Linda, como si los años no pasaran por ti. Eres como el vino, supongo. ¿Yo?... yo igual lo soy, pero en mi caso es porque me volví vinagre.

Hoy, como todos los días, salí a buscarte. Mientras me vestía, en la radio se anunciaba un sol resplandeciente. Si llegaba a encontrarte y aceptabas volver, no dependería del beneplácito del tiempo el que mis días sean bellos.

Seguí a mis pies, que trazaban una ruta por inercia, y un camino plagado de lugares a los que fui contigo se me abrió en orden cronológico. Primero, el café en el que trabajabas cuando te conocí.
“¡Garzón!”, te llamé. “La cuenta por favor.” “Garçon en francés es muchacho”, soltaste entre risas. Mientras en mi cara pasaban todas las tonalidades del arcoíris, supe que eras distinta, nada convencional. Seguí, descarté. Esta vez en el café no te encontrabas.

Más allá, el parque que recorrimos en la primera cita, y cerca, la estación de metro en la que te besé. Sentí una punzada de vergüenza en el estomago, al recordar la sonrisa que burlonamente le enrostré al mundo en aquellos días de gloria, días en los que fuimos tu, yo y nadie más.

El camino termina acá, y la punzada de vergüenza ahora es de dolor. Fue aquí, en esta plaza, en la cual me abandonaste.

Me dejo caer, derrotado en una banca. Derrotado hasta que te vi, frente a mí. El asesino siempre vuelve al lugar del crimen, pensé.

Ahora le das la última calada al cigarrillo y lo botas. Cómo se nota que aun no aprendes, le falta por consumirse antes de llegar al filtro. O quizás me reconociste y ahora huyes de mí. Pero no, esta vez no te me escapas.

Javiera caminaba tranquila, de pronto, un hombre se le acerca y bruscamente la intenta abrazar.
“¿Qué haces?”, le preguntó mientras forcejeaba.

Cuando logró soltarse, corrió despavorida, dejando atrás al hombre quien la llamaba Camila y le rogaba que volviera.

lunes, 13 de julio de 2009

"17 Rojo"


(Foto de Alexis Campos)

Ya terminaba su jornada afuera del casino, como todas las noches, el chico Ismael. Sus compañeros lo llamaban así porque era el retrato vivo de su padre, que también había trabajado estacionando autos en las afueras del casino. Había crecido en ese rubro y conocía a la perfección los tecnicismos. “Quiébrese”, “hasta ahí no ma’ “, “golpe avisa”... Palabras que repetía hasta el cansancio para ganarse unos pesos.


Esa noche le había ido bien. “Debe ser por el partó”, pensó, refiriéndose al traje que su jefe le había hecho ocupar debido a la nueva política del establecimiento. Mientras miraba su reflejo en el Mercedes de uno sus últimos clientes del día, sonrió. Nunca antes se había sentido tan ridículo. Sin embargo no importaba, ya llegaría a su casa y se sentaría a ver el partido en la preciada televisión que con tanto esfuerzo había comprado. Sus pensamientos se cortaron en seco con la voz del hombre dentro del automóvil. “No tengo sencillo”, le dijo, “pero quédese con una de estas fichas. ¡Pruebe! ¿Quién le dice que hoy no es su día de suerte?”. El Chico Ismael aceptó la ficha a regañadientes, como si la suerte hubiera estado alguna vez de su lado.


El casino era igual a la escenografía de esas películas yankis que veía en sus noches de insomnio. Y siguiéndole el juego a su imaginación, el chico Ismael se dirigió a la primera mesa de apuestas con una caminata digna de actor de cine. Presenció una ronda para ver en qué consistía el procedimiento y llegado el momento de apostar, con voz ronca, indicó: “Diecisiete rojo”. Y de inmediato deslizó su ficha hacia la casilla del mismo número. Observó cómo la bolita se echaba a correr y pasó su mirada por las caras expectantes de los otros jugadores.


Cuando era niño, el chico Ismael acompañaba a su abuela a cobrar su pensión. Siempre fueron muy confusas para él esas largas esperas en una fila tan sólo para recibir un montoncito de papeles sucios. No obstante, el llanto de la anciana el día en que le robaron la cartera, hizo que para el resto de su vida guardara cierto respeto por el dinero. Respeto que le impedía comprender que hubiera personas que se entretuvieran con la plata, jugando y apostando a destajo y arriesgándose a perder.


“¡Diecisiete rojo!”, se escuchó en voz alta del otro lado de la mesa de apuestas, haciendo que el chico Ismael se incorporara a la escena donde un sonriente hombre de humita le daba golpecitos en el hombro y lo felicitaba por los diez millones que había ganado. Al poco rato salió del casino con la suma más alta que alguna vez llevó en los bolsillos de su pantalón (y en los de su chaqueta) y comenzó a circular por la avenida principal.


El peso que llevaba mantenía presente en su cabeza la gran responsabilidad que traía consigo. De seguro si consultaba a don Patricio, un viejo cliente del casino que trabajaba en la bolsa, éste le aconsejaría invertir en alguna empresa prometedora. El chico Ismael confiaba en la inteligencia de aquel hombre que sin duda le haría multiplicar su dinero permitiéndole –quién sabe– abrir hasta su propia empresa. Mientras esperaba la luz verde para cruzar, se imaginó detrás de un escritorio muchas horas al día, desconfiando de todos por el interés en su dinero y convirtiendo el momento del despido en una rutina. Pensó en mucha gente que lo aborrecería por las horas de explotación, recibiendo el mínimo sólo para que él, el chico Ismael, se diera la gran vida. Y los días del esforzado trabajo ajeno darían fruto, permitiéndole abrir muchas más sucursales a lo largo del país. Cada vez más dinero en los bolsillos, cada vez más alto en los escalafones empresariales. Los cazafortunas se asomarían como moscas y se correría la voz con su nombre, que llegaría finalmente a los oídos de la política. Sería reclutado entre las filas de algún partido y se lanzaría a diputado o a senador por alguna región, sin importar cuál. Se entristeció mientras miraba una pancarta e imaginaba su cara en ella: una gran sonrisa hipócrita se asomaría junto a un lema sobrecogedor, ofreciéndoles este mundo y el otro a inocentes que confiarían en él y en sus promesas de cambio. Pero como la plata es un vicio y también lo es el poder, en el momento de las decisiones importantes no sería en ellos en quienes pensaría, sino en engrosar su cuenta corriente.


Hacía frío esa noche y fría también estaba la baranda del puente Arzobispo, donde se apoyó. Mientras miraba el Mapocho, creyó que pasados los años de lujos y vicios, mirando la falsa cara de la mujer de su cuarto matrimonio, construida a punta de rinoplastias y colágeno, y con su propia alma tan vacía como la canasta de limosnas, comprendería que lo único real en su vida había sido el dinero que se empecinó en acumular. Falso él por no haber vivido su vida como quería que fuese y falsos todos por no ser quienes decían ser.


Hacía frío esa noche y fría también estaba la corriente.


“Cuerpo encontrado en el Mapocho correspondería a un suicida. Las pruebas dactilares realizadas por la PDI confirmaron que el cadáver hallado pertenece a Ismael Carrasco, estacionador de autos, treinta años de edad, desaparecido desde enero”, leyó don Patricio a su esposa, quien fingía escucharlo. “Lo que es la pobreza, ¿ah?”, continuó, y se levantó de la mesa del comedor. “Porque al final la plata lo soluciona todo”, terminó repitiendo en voz baja aquella frase que se le venía a la cabeza siempre que sentía el café demasiado amargo. Justo como el de esa mañana.